¿Cómo sabe un hombre el límite de su lenguaje? Cómo saber dónde inicia la nada, y dónde termina el verbo capaz de describir los horrores de lo más ínfimo de la naturaleza.
Llegando a este punto de lógicas dubitables y psicologismos advesos, emana una disyuntiva a tomar por un sujeto desconocido, en el interior de un psiquismo dividido y en disputa. Donde se desafía todo dogma, donde no existe razón capaz de subsanar la miseria de un silencio indeterminable. ¿Quién es el soberano que rige en los confines de un espacio tan profundamente impersonal?
¿De quién es ahora el turno de hablar?
¿De quién es ahora la última palabra?
Y donde alguna vez hubo un trono y un cetro finamente adornados a disposición de una única autoridad, solamente se puede concebir en su actual e involutiva derelicción una mano fría y enajenada, en el estado más puro de la más intensa alienación.
¿Acaso será? Que en el silencio se consagra el más fino acendramiento del espíritu. Y será acaso ese el verbo destinado a fallar, a no existir y a permanecer eternamente frío en la soledad, congelado, putrefacto, inerte e inanimado.
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