viernes, septiembre 25, 2009

Viernes por la noche.
Ya pasan más de las 10.
Salgo de la regadera y tomo la toalla color marrón, la cual froto por sobre todo mi cuerpo, mis piernas, mi abdomen, mi pecho, mi cabeza.
Sujeto la toalla alrededor de mi cintura.
Doy unos cuantos pasos dentro del baño, hacia un espejo sobre el lavamanos. Veo mi rostro, a la luz del foco que resplandece ténuemente. Miro mis ojos y unas grandes manchas que por debajo de mis pápados se extienden en lo inferior. El tiempo, la edad, las noches que roban la luz de mis pupilas y marchitan la piel que se mancilla.

Entonces un súbito eco retumba en mi interior; una voz que pretende susurrar. Me dice en mis adentros de la muerte y la soledad. De cómo el último suspiro se da sin el calor de la piel; de cómo el último gemido se ahoga en un silencio sin responder; de cómo la última gota de sangre pasa desapercibida en un obscuro rincón de un corazón inadvertido.

A quién le importa ya?


Y así, contemplo mis ojos, y unas grandes manchas que por debajo de mis párpados se extienden en lo inferior. Veo mi rostro a la luz del foco que resplandece ténuemente. Y en un tímido murmullo sale una débil nota de mi voz. Un intento por conciliar la palabra y la muerte, el yo y el vacío sin remedio ni valor.

Me digo entonces: he roto toda palabra en mi interior, no hay más verbo sobre el cual llorar, no hay más identidad sobre la cual buscar callar.


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