jueves, septiembre 17, 2009

Brisa

Caminando por las calles de la ciudad, observo los millares de rostros diferentes.
Veo cientos de gestos en los niños camino a la escuela y en los hombres que marchan a su oficina. Leo palabras escritas en anuncios publicitarios, en grafitis obscenos sobre las paredes de la estación. Escucho sonidos de risas de jóvenes de preparatoria, gritos de enojo de un automovilista rabioso por alcanzar el verde del semáforo. Recibo también palabras de súplica de algún indígena en la esquina de la avenida y a pocos metros la música de corridos a todo volumen dentro de una camioneta último modelo.
Veo la locura de la ciudad en incontables diferencias y miriadas de emociones. Cientos de rostros y millones de sensaciones. Diversidad e interminable variedad. Veo éste mundo plagado de emociones. Todo tan gutural, todo tan palpitante.
Rabia, odio, alegria y llanto. Todos los rostros deformes y todas las voces altisonantes.
Y sin embargo, puedo ver algo más debajo de todo este teatro. Algo que me llama y me acompaña silenciosamente. Algo debajo de toda esta dimensión de carcajadas y de llantos, algo que me dice que toda esta sensación es tan efímera y tan corta. Hoy existe y mañana termina. Pero eso que me llama subsiste y se disemina, a través de todo el universo; debajo de todo esto éfimero y superfluo.
Algunos lo llaman ciclo, yo sólo lo llamo la muerte, y sus fragmentos congelados de un tiempo perpetuo. La muerte del vaivén entre el placer y el desconsuelo, que no es más intenso que la caricia de un leve viento.

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